El hombre controlador del Universo, Diego Rivera
Cuando era niño se hablaba de tiempos de abundancia. De construcciones de futuro donde la vida de nosotros, los hijos de nuestros padres, estaba asegurada.
Se decía que nosotros, siguiendo su camino, sus maneras, sus ideas y su ímpetu; lograríamos construir entornos semejantes a “estos” decían, “hay que progresar. El progreso es el único camino viable para cualquier humanidad que busque civilizarse”.
¡Vaya que lo consiguieron! Se lo creyeron tanto que hasta olvidaron a sus hijos y a los hijos del prójimo. Sus esferas de tranquilidad, de seguros contra la muerte y sus “intereses” se volvieron una realidad contundente.
'Éste' entorno, ahora, por lo menos para este hijo de sus padres, sólo existe en la memoria como fábulas o cuentos para niños.
Como cualquier crédulo infante, en la primera parte de mi vida me creí la historia. Llevé a cabo la acción en el marco de
su receta del progreso.
Recibí la altísima instrucción de las instituciones recomendadas por ellos. Busqué hasta el cansancio la manera de obtener todos los méritos oficiales representados en una hoja en blanco (vomitada por un árbol) que diera título a mi persona. Trabajé horarios laborales de más de medio día (entiéndase un día igual a veinticuatro horas) por un salario que me hizo seudo-independiente.
Más adelante entendí que la independencia consistía en poder pagar al banco un techo para dormir seis o siete horas (si tenía un día de suerte). Despertar cayendo directo a un automóvil que me hiciera rodar directo a la fábrica. Estar ahí a ritmo de máquina durante más de doce horas continuas recibiendo ordenes de los padres de mis prójimos (y estos a su vez de los padres de sus prójimos) y así, terminar la jornada deslizándome hasta mí techo e iniciar nuevamente el proceso (¿o continuarlo?).
Sí mantenía el ritmo, entonces, entraría oficialmente en el “progreso”; que finalmente entendí que significaba mantenerse firme en esa fórmula. Con la única variante de que, al pasar del tiempo, mi techo (el de los bancos) iba aumentar de altura y mi automóvil tendría mayor velocidad.
Por mi parte, no quería ir más rápido.
En ese entonces, mientras iba en el camino, noté como
progresivamente me iba convirtiendo en un esclavo, y no sólo yo, sino que mis padres lo habían sido a lo largo de su vida sin haberlo notado o quizás simplemente así lo quisieron, lo acpetaron. Yo no.
Me escapé, decidí irme por el torbellino de la existencia que notaba siempre como un lugar lleno de infinitas posibilidades, ajenas a las de la receta común.
Desde afuera fui comprendiendo menos a los progresistas. No entendía cómo era que decidían ceder su cuerpo y su mente para obtener los recursos económicos necesarios y depositarlos en las hipotecas de sus (supuestas) casas, asegurarlas contra toda posibilidad absurda de accidentes, incluyendo a su persona y a la de aquellos hijos que querían que su destino fuera semejante. Abastecer su vacío existencial en artículos de consumo que sólo los encerraba más en la esfera de su esclavitud: Televisores más grandes para ver a los padres de los prójimos dando órdenes a los padres de los prójimos de disparar las armas contra los padres de los prójimos; observar también, la pobreza de los padres de los prójimos, que no tenían televisión para ver que había muchos padres de los prójimos, en semejantes condiciones que ellos alrededor del mundo. Comprar aparatos satelitales para recibir órdenes con inmediatez por parte de los padres de los prójimos. Tener una tarjeta bancaria para pagar de inmediato un café en el eficiente
autostop de las franquicias y facilitar su vida haciéndolos no llegar tarde al trabajo para no recibir regaños de los padres de los prójimos. Esperar la tan ansiada semana vacacional del padre para “escapar” a un lugar lejano e ir de
shopping a a un centro comercial y comprar más artículos de consumo, con la falsa esperanza de llenar su infinito espíritu vacío.
Y así desde afuera, los veía
circular en su cotidianeidad. Ellos siempre me decían que las cosas cambian, aunque yo veía que lo único que cambiaba era su cuerpo que se desintegraba mientras envejecía
cada vez más rápido. No han entendido que el cambio no está en las cosas, sino dentro de ellos mismos.
Ahora son menos los hijos de los padres del prójimo, que tiene la oportunidad de entrar en la fórmula del progreso. Pues estos padres, han decidido conservar sus esferas independientes buscando techos más altos, automóviles más cómodos y eficientes, y artículos de consumo más sofisticados. ¡A ver si les es posible llenar ese vacío!
Han decidido tener menos esclavos que pagar, eliminando empleos y así poder conservar sus burbujas, en vez de reducirlas o simplemente quedarse satisfechos con lo tienen. Se les has olvidado que esos hijos, que instruyeron con discursos de progreso, son esos esclavos que cada vez están menos dispuestos a cotizar.
Vaya progreso, vaya civilización, vaya padres.
Pablo Guillén, Barcelona, marzo de 2011.